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REVISTA DIGITAL MENTES-INQUIETAS

TXOMIN BADIOLA EN LA GALERÍA SOLEDAD LORENZO

EL RECONOCIDO ARTISTA TXOMIN BADIOLA LLEGA A MADRID

Texto de Txomin Badiola:

Norman Mailer consideraba el film de Warhol Kitchen como un documento histórico, como una obra que mostraba mejor que ninguna otra el Zeitgeist del momento en el que fue hecha. Tal afirmación produjo no pocas risas entre algunos de los que participaron en la realización de la película. Aparentemente el rodaje fue un completo desastre. Warhol quería promocionar a Edie Sedgwich a la categoría de super-star ofreciéndole la protagonista en Kitchen. Se escribió un guión al efecto, pero Edie era incapaz de aprendérselo. Se optó por colocar fragmentos del guión escondidos en diferentes partes del set para que pudiera leerlos, pero a la protagonista se le olvidaban continuamente los lugares en los que se encontraban. Warhol le propuso que cuando se sintiera totalmente bloqueada simplemente estornudase. Y así se llegó a filmar la actuación de Edie como un desfile de líneas de diálogo desordenadas, de silencios, de improvisaciones más o menos pertinentes y, sobre todo, de estornudos. Estos estornudos, en el análisis de Mailer, aparte de un alto contenido metafórico, resultaban estructurales para la obra y sin embargo para los que asistieron al rodaje eran poco más que un subterfugio desesperado para salvar la filmación del desastre total, pero para Warhol… ¿Qué eran esos estornudos para Warhol?

Alguien dijo alguna vez que la tarea artística consiste en “ir hacia donde no se sabe, por donde no se sabe”. Si despejamos de la frase lo que comparte con una idea romántica –el artista colocado ante un objetivo tan impreciso como inalcanzable precisamente porque se sitúa más allá de los controles humanos– podremos no obstante comprobar que, en la práctica, se trata de una experiencia cotidiana. Y lo verdaderamente interesante es que, aun asumiendo plenamente el artista el estar sujeto a fuerzas que le exceden, está al mismo tiempo implícita su obligación de tomar las riendas y de definir una técnica que precisamente le permita circular “por donde no se sabe y hacia donde no se sabe”. Por técnica me refiero al elemento praxiológigo, a los protocolos del proceder y no a lo que la técnica tendría de expresión inmediata en la acción de una voluntad y desde luego tampoco a lo que serían las técnicas específicas de las artes. Los estornudos de Edie son parte de la técnica de Warhol que no sabía nada de fotografía, de cine o de interpretación, así como también lo son, su aparente indiferencia hacia el tema, el hecho de no cortar una toma hasta que el rollo de película se agotase, o su capacidad para asumir todo lo que ocurriese. Como la zanahoria que se pone delante del caballo para que se mueva, lo importante no es lo que tienes enfrente, sino que el flujo no se detenga, que se mantengan abiertos los canales por los que la pulsión circula. Ir hacia donde no se sabe y por donde no se sabe, no es otra cosa que interrogar al deseo propio, interrogar “lo real del deseo”.

Expresamos nuestros deseos en forma de demanda: “quiero esto”; y con “esto”, la mayoría de las veces satisfacemos algo que probablemente va en contra de lo que podría realmente satisfacernos. Queremos dinero cuando buscamos la felicidad, queremos sexo para aplacar la soledad, un nuevo coche cuando estamos necesitados de reconocimiento. Objetos destinados a llenar un vacío que es constitutivo del ser. Somos humanos porque deseamos y sin embargo estamos eternamente enfrentados a la frustración masoquista de aplacar el deseo como si de un picor o un malestar se tratase. En la experiencia artística, se trataría de buscar los estímulos para seguir deseando y ello supone mantener técnicamente al supuesto objeto de deseo a una distancia conveniente. El “quiero esto” artístico tiene menos que ver con obtener a través de una forma algo concreto, que conseguir que “esto” sea el vehículo para querer algo diferente. Nada hay más molesto en arte que comprobar que las intenciones del artista han sido plenamente consumadas, que nos encontramos ante meras materializaciones de ideas o de voluntades. El problema es que, para superar todo ello, es imprescindible esa técnica capaz de hacer que la pulsión circule hasta el estado maníaco que implica todo estado creativo, un técnica que no se corresponde con ninguna de las disciplinas, que no está descrita en los libros y que debe de ser continuamente reinventada y a menudo (como en el caso descrito de Warhol) improvisada.

Hace algunos años, en el texto de presentación de la exposición SOS, comentaba cómo en aquella ocasión mi intención había sido hacer una exposición de escultura y sin embargo todo había derivado finalmente en una complicada grabación en vídeo. Se podría decir que en esta ocasión la situación ha sido prácticamente la contraria: mi intención primera fue la realización de un vídeo. Había caído en mis manos el libro de Le Vite de Vasari y me interesó particularmente la idea de una historia del arte hecha por un artista, con el grado exagerado de implicación que ello supone, no sólo por la “ansiedad de la influencia” que le imprimen sus antecesores, sino por las relaciones de amistad y rivalidad con sus compañeros de generación o de paternidades más o menos bastardas con los artistas más jóvenes. Estructuralmente el libro es una concatenación de anecdotarios de pintores, escultores y arquitectos, pero también de tipologías de artista. Están los talentosos pero vagos, el mediocre envidioso (Di Cosimo), el psicópata (Andrea del Castagno), los autodidactas, el intelectual (Alberti), el técnico (Antonello Da Mesina), el derrochador (Michelozzi),el lujurioso (Filippo Lippi), el que continuamente empeora (Rafaellin´ del Garbo), el inmerecidamente exitoso (Pinturicchio), el arruinado por la vida familiar (Andrea del Sarto), el genio (Miguel Angel).

Hay excelentes historias de competición y desavenencias no exentas de amistad y compañerismo: por ejemplo, la de Verrochio, al cual, cuando estaba a punto de morir, le pusieron un crucifijo delante que él pidió enfadado que se lo llevaran reclamando que le trajeran uno de su amigo Donatello, afirmando que si no moriría desesperado. En fin, el libro de Vasari contenía todos lo buenos ingredientes como para pensar en un proyecto que incidiese en un tema muy querido para mí: una especie de Family Plot artístico. Y como parecía obvio, dado el carácter del material, como he comentado, mi intención primera fue abordarlo como un proyecto audiovisual.

Pasó el tiempo y no conseguí producir nada, también es verdad que la cabeza no descansaba y que, aunque de manera mucho más caótica de lo habitual, me vi enfrascado en una gran cantidad de lecturas y asaltado por una intensidad de imágenes. En una situación normal, según mi experiencia, estos escritos e imágenes responderían a cierta subterránea coherencia que hace que se ligue un libro con otro, que se conecten la imágenes entre sí, los escritos y las imágenes, etc., no era éste el caso. Apenas unos Caravaggios modificados, una galería de retratos de artistas del s. XX, unas fotografías de actores y modelos con los que había trabajado anteriormente, una colección de sonetos, una obra de teatro y unos poemas, unas intuiciones espaciales y objetuales, la historia entre Pontormo y Bronzino, unos recortes de periódico, y poco más. Me encontraba totalmente inmerso en una especie de nebulosa textual, muy difícil de reconducir en términos de producción, y totalmente imposible de reorientar hacia el proyecto concreto original.

Este nudo textual (entendiendo dentro de lo textual todo aquello incluido en el proceso de ida y vuelta entre la literatura, la fotografía, el cine, las artes plásticas u otros lugares menos nobles; es decir, me refiero a materiales de muy diversas procedencias, no vinculados a una disciplina particular y no sólo al texto escrito) se presentaba con todas las características de un acertijo: ¿Qué es lo que esconde semejante nebulosa? Y, dado que entrar en el mero juego del análisis de los significados implicaría su reducción y por tanto su destrucción, ¿cuál sería la técnica adecuada para descubrirlo sin destruirla? ¿cómo mantener toda la complejidad y al tiempo aplacar el desasosiego que genera? Sin respuestas a tales cuestiones, decidí moverme en un terreno lo más material posible. Puede parecer banal, pero cuando el pensamiento se embota resulta tremendamente práctico “remover las cosas” y para ello hay que convertir toda esa fantasmagoría en cuerpos, en cosas tangibles, susceptibles de cambiar de tamaño y posición en el espacio, de ser acariciadas o agredidas, de ser incorporadas o de ser físicamente destruidas. El propio Goethe, atascado en la redacción de la segunda parte de su Fausto, decidió encuadernar todas las notas que tenía insertando bloques de páginas en blanco en donde percibía lagunas obvias, a fin de tenerlo como una masa física ante sus ojos y no sólo como un problema en su cabeza. El mismo escritor comentaba: “Este tipo de reducciones a lo corpóreo aportan más de lo que uno se imagina, y debemos echarle una mano a lo espiritual con toda clase de artificios.” Por lo que a mi concierne, objetualicé ese mundo textual en fotografías, fotocopias, textos ampliados, anotaciones etc. y cubrí con ellos la mayor pared de mi estudio creando un caótico e informe fondo literal para mis actividades. Si no sabía cómo referirme articuladamente a dicho fondo, al menos lo podía hacer materialmente, enfrentándome a una presencia real y no sólo fantasmagórica.

La estratagema tuvo sus efectos y, de una manera tan natural como inesperada, frente a ese fondo, se fueron levantando una serie de construcciones- esculturas, que aún manteniendo intacto su secreto, su ilegibilidad radical, al menos desde su forma conseguían ganarse un lugar en el mundo (la forma es precisamente ese ganarse de los seres el derecho a habitar el mundo). Los textos no persistían ya en el magmático mundo de lo inaccesible, sino en el articulado de una forma materializada que no resuelve el problema del significado como sentido último, pero que permite un cierto acceso a sentidos obtusos, a “esos cuasi-signos que se esconden entre los pliegues de los textos, en los meandros menos previsibles del discurso, que sin embargo golpean más que a la mente, al cuerpo del lector”. Estas construcciones, en definitiva, lo que hacían era abrir un sendero para superar una forma de inteligibilidad para tratar con un deseo propio escondido en una maraña textual y abordarlo desde una dimensión más sensorial y afectiva.

Cuatro de estas construcciones/esculturas, bajo el título de Rêve sans fin (a partir de Beckett), conformaron la exposición que se realizó en el CAB de Burgos en Marzo del 2006. A partir de ellas, fue posible volver sobre esos materiales que permanecían dispersos en la pared de mi estudio. Imágenes y textos se fueron articulando por un lado constructivamente en forma de collages y por otro en forma de instalación. Los collages RSF participan tanto de una idea de guión –en la medida que se plantean unos personajes en acción y unos textos (diálogos o voces en off)–, como de la idea de escena en el sentido de que, en forma casi escultórica, se construye una situación espacial, un lugar para la acción. La instalación IMAGINAR ES MALINTERPRETAR, por su parte esta compuesta por una serie de fotografías y de cartelas. Las fotografías nacen del acto de discontinuidad que supone el fotografiar fragmentariamente los materiales (principalmente otras fotografías propias y ajenas) que llenaban la pared de mi estudio, forzando relaciones que promuevan el fluir de sus mundos particulares. Por otro lado, cada cartela incluye un texto que es una construcción un acoplamiento o un “montaje” de textos diversos pre­existentes, unos a partir de los cuales aparecieron las imágenes y otros sugeridos desde las mismas. La instalación pretende, en cierto modo, crear una cierta circularidad interpretativa que supere distancia que se establece entre una imagen y su comentario. El hecho de que la obra se constituya fundamentalmente a partir de citaciones de otras obras y otros artistas, buscaría, poner en suspenso su contexto, literalmente “malinterpretarlas”; pero a través de esta suspensión se procuraría, en palabras de Benjamín, “activar el extrañamiento que nos devuelve el conocimiento de la cosa”, es decir, imaginarlas como nuevas.

Decía Kafka:”Existe un punto de llegada, pero ningún camino: aquello que llamamos camino no es más que nuestra vacilación”. Y sin embargo lo único que podemos palpar, al final de un proceso como el descrito, son los subproductos generados como testigos de esa vacilación, pero, desde luego, ningún final. Mi intención primera de hacer un video sobre algo que me inquietaba, fue desviada a través de unas esculturas, unos collages o unas cuantas fotografías y textos, y me encuentro al final de todo ello tan sólo con los rudimentos técnicos para un abordaje un poco más real del problema. De nuevo en el punto de partida, pero con el escurridizo “sentido último” deslizado-hacia, y mutado-en nuevos objetos. Tenemos lo pulsional, que es incesantemente afirmativo, pero también es ciego, es aquella fuerza que nos empuja, que nos hace imparables. La técnica proporciona los protocolos para movernos sin chocarnos siempre con los mismos muros, es una especie de hoja de ruta que continuamente modifica sus itinerarios. Desde ella se genera una gran acumulación de aliento; de aliento en el sentido que algo no para sino que perpetuamente recomienza pero, por qué no reconocerlo, hay también por otro lado, un elemento desalentador en este perenne uso que hace de lo negativo.

 No saber lo que se quiere y sin embargo sucumbir a algo que sabemos que no queremos, sólo para discurrir por donde no se sabe hacia donde no se sabe, dejando en la cuneta formas imprecisas, deficientes, carenciales, incompletas, que se ofrecen a otros como objetos ilegibles y sin sentido y que, a pesar de ello, estos otros, según los dictados de una estética, es decir de algo creado desde el no-arte, los “disfrutan” y al hacerlo evidencian precisamente aquello que de no-arte tienen. ¿Por qué este alineamiento demoníaco con el no? Recordemos que Mefistófeles se presentaba como: “Soy el espíritu que siempre niega”; Pasolini en su Teorema nos introduce al artista como aquel: “que no pinta para expresarse sino probablemente para contar al mundo acerca de su impotencia”. Beckett nos habla de: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresarlo, nada desde lo que expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo”. Para Agamben, el artista es el hombre sin contenido: “Que no tiene otra identidad más que un perpetuo emerger sobre la nada de la expresión, ni otra consistencia que este estar a este lado de sí mismo”. ¿Por qué este empeño del artista en persistir en la escenificación de su propio fracaso?

Probablemente esta situación no sea tanto fruto del empeño del artista, sino más bien el producto de causas históricas bien trazables y el artista, como una especie de termómetro, se limite a dar testimonio encarnado y encarnizado de las mismas. En cualquier caso el hecho es que como artistas nos movemos entre una pulsión que no duda, que sabe que hay un objetivo, una meta, y un mar de vacilaciones, un enmarañado campo de actuación en el que todo es algo y su contrario, donde todo es máscara. Para moverse en este campo es indispensable se pongan en juego no sólo nuestras habilidades sino también y fundamentalmente nuestras carencias y debilidades. Y que, a través de ello se generen unos resultados cuyo principal contenido sea la problematización misma de su producción, que muestren sus cicatrices y que de esa manera incluyan al espectador en la responsabilidad de su estar en el mundo. A riesgo de ser excesivamente benevolente diré que el valor de los objetos presentados en esta exposición es que, al menos intentan no presentarse a sí mismos como grandes declaraciones, sino más bien como testimonios de una terca insuficiencia que en el fondo comparten con los humanos.

 Ni Mailer ni la fauna de la Factory estaban en condiciones de entender completamente qué eran para Warhol aquellos impertinentes estornudos de Edie Sedgwick. Personalmente pienso que, en definitiva, no eran sino un modo de poner su vulnerabilidad a trabajar en un acto que implicaba una pública aceptación de ese síndrome que se llama negatividad.

Nuestras vidas cotidianas están obligadas a mantener de un modo inapercibido el hecho de que todo lo que constituye nuestro humano universo descansa sobre una abstracción absolutamente inhumana. Somos poco más que un entramado de instituciones y de discursos, de interpretaciones, de ficciones con un soporte biológico. Nuestro acceso a la vida social está mediado por todo ese océano de representaciones y de lenguaje, y más allá de ello, cuando buscamos algo más real, intuimos las oscuridades del vacío y la locura. La voluntad de ser, por encima o por debajo del lenguaje, se encuentra con el inaceptable no-ser ¿Y acaso no es ese “no ser no-ser” que nos acaba definiendo, la enfermedad de lo humano por excelencia? Unos años después de que Warhol hiciera Kitchen, su colega y amigo Joseph Beuys realizó en Munich Zeige deine Wunde (Muestra tu herida), en donde dejó constancia de uno de los motores fundamentales de su trabajo al circunscribir la tarea del artista no a la abundancia de ideas o a la gran creatividad propias del artista genial, tan afirmativo como ilusorio, sino más bien a la precariedad de un artista que hace lo que puede y evidencia sus limitaciones como una forma de suscitar la creatividad en los demás: “Muestra tu herida, porque es necesario desvelar la enfermedad que quieres sanar”.

TXOMIN BADIOLA. 2006

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